 Es un viejo recuerdo, un pez color naranja y amarillo. No recuerdo qué nombre le puse, cada día le llamaba de una forma diferente. Estaba en el pollo de la cocina, en su pequeña pecera redonda, y el nadaba alrededor de una figura de juguete que yo había puesto para que le hiciera compañía en la noche y cuando yo no estuviera. Mi madre me recordó hace un tiempo que yo solía, después de clase, ir corriendo a verle. Cuando nadie miraba, metía la mano en el agua y lo agarraba con cuidado, con más cuidado aún me lo metía en el bolsillo y le daba un paseo por el jardín. Lo sacaba del pantalón y le enseñaba los árboles, los pájaros, el césped, algo que el nunca había visto. Y me daba prisa en hacerlo, en el fondo sabía que su vida estaba en el agua, y al acabar corría velozmente a depositarlo con la misma delicadeza en la pecera. ¡Benditos sean los razonamientos de los niños! Benditos sean.
Es un viejo recuerdo, un pez color naranja y amarillo. No recuerdo qué nombre le puse, cada día le llamaba de una forma diferente. Estaba en el pollo de la cocina, en su pequeña pecera redonda, y el nadaba alrededor de una figura de juguete que yo había puesto para que le hiciera compañía en la noche y cuando yo no estuviera. Mi madre me recordó hace un tiempo que yo solía, después de clase, ir corriendo a verle. Cuando nadie miraba, metía la mano en el agua y lo agarraba con cuidado, con más cuidado aún me lo metía en el bolsillo y le daba un paseo por el jardín. Lo sacaba del pantalón y le enseñaba los árboles, los pájaros, el césped, algo que el nunca había visto. Y me daba prisa en hacerlo, en el fondo sabía que su vida estaba en el agua, y al acabar corría velozmente a depositarlo con la misma delicadeza en la pecera. ¡Benditos sean los razonamientos de los niños! Benditos sean.
Al cabo unos meses, después de muchos paseos y de la compañía que el me brindaba, probé, por curiosidad, la comida para peces. Sabía horrible. Mi solución, por aquel entonces, fue sencilla. Fui a la nevera y saqué un batido de fresa de los que me llevaba al colegio. Rompí con el calimete el círculo de plástico fino que lo cerraba, y vertí el rosado líquido en su agua. Mientras lo hacía le dije: “Esto te va a encantar”. Horas más tarde murió. Lo enterré junto al ciruelero que siempre le enseñaba, en una cajita hecha de papel y pegada con cinta adhesiva. Después de aquello, no volví a comprar un pez. Y creo que sigue ahí, enterrado entre las raíces del árbol, protegido por el tronco color violeta, y sus oxidadas escamas color naranja.






























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