En el año 1979 me compré el primer libro de Eduardo Mendoza: La verdad sobre el caso Savolta, (Seix Barral, Barcelona, 1976).
Y lo leí con tantas ganas que, posteriormente, elegí algunos párrafos para acompañar mis clases de Lengua y Literatura en los institutos por los que deambulé. Y, desde ese momento, Eduardo Mendoza camina a mi lado. He seguido su evolución narrativa como lector empedernido y, la verdad, pocas veces me he sentido extraño con el autor. Ahora, con su última novela, El rey recibe, (Seix Barral, Barcelona, 2018) he vuelto a recuperarlo. Y lo cierto es que me he quedado enganchado a su forma de escribir: parece que no le cuesta nada. Y, afortunadamente, tampoco ha dejado atrás su humor socarrón. Entre los dos libros ha transcurrido un porrón de años que se han pasado como por arte de magia. Y el autor mantiene no solo sus ganas de escribir, sino su capacidad imaginativa y sus dotes para zarandearnos de un lugar a otro. Por ejemplo, entre Barcelona y Nueva York, como se ve en su última novela. Lo cierto es que a mí Eduardo Mendoza me cae bien. En las entrevistas lo veo natural y sencillo; y no creo que sea una pose.
A mí lo que me asombra verdaderamente es que lleve cuarenta años leyéndolo y que aún me atrape entre sus palabras y sus aventuras. Debe ser uno de los milagros cotidianos que en este siglo XXI sobreviven. Sí, eso debe ser.
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