Por esta calle del Terrero que muestra la imagen la infancia se desbordaba. Era como el cordón umbilical que nos unía con el centro de la ciudad, tan enigmática a los ojos infantiles en aquel tiempo de alegría y felicidad. Claro que el cuartel de la Guardia Civil animaba mucho el entorno. Y las tiendas y los bares, donde los hombres arreglaban el mundo entre copas de ron y coñac, tan de moda en aquellos años. Se sentía que el beber era cosa de hombres. No sé si ahora sucede lo mismo y si se bebe más, pero antes, en cualquier esquina, la copa de ron no faltaba. Y veía a muchos borrachos que lograban mantenerse en pie a pesar de las copas ingeridas. Y los chiquillos en la calle del Terrero, con su leve inclinación que aún hoy se aprecia, disfrutábamos de las patinetas a toda velocidad. Los menos, con bicicletas. Ese cruce que refleja la imagen era como un punto de encuentro: de allí partíamos y allí regresábamos. Hasta que en la dulce adolescencia, el parque, primero, y la plaza, después, desplazaron las edades y los intereses. Por eso nos entristece ver vacías las calles, donde antes había tanta vitalidad y donde la vida se ampliaba en esas calzadas apenas transitadas por vehículos. Esta tarde de agosto, sin calor, con bruma y lluvia, me ha llevado en volandas.
En aquellos años sesenta, Arucas disfrutaba de un paseo dominical pues su presencia en la comarca norte era muy significativa. Tres estupendos cines daban buena muestra de ello. Los domingos por la tarde, el paseo no solo era el lugar donde las parejas se ennoviaban, sino el espacio de la pasión reprimida por un régimen ultracatólico donde todo lo que oliera a sexo estaba castigado y perseguido. Así que “sexo” y “pecado” eran sinónimos. Los chiquillos que éramos entonces corríamos entre los paseantes, como si de un juego se tratara. A veces alcanzábamos algún que otro “moquetazo” pues, la verdad, éramos unos incordios. Y en aquel mundo de ayer, la doble moral. Y, como siempre, la mujer se llevaba la peor parte. Como no existía el divorcio, ni se le esperaba en el horizonte franquista, el matrimonio era para toda la vida. Y, acaso, el único objetivo a alcanzar en aquel “valle de lágrimas”. La Iglesia puso lo suyo: aguantar, resistir: eso para las mujeres. Aunque la verdadera palabra era “resignación”. Y los hombres en aquel mundo de hombres hacían y deshacían a su antojo. Es verdad que no se puede generalizar, pero había hombres que veían como normal tener, al mismo tiempo, novia, con la que casarse, y amante, con la que acostarse. Las mujeres de entonces, guiadas y adoctrinadas por una moral estrecha, al llegar al matrimonio entraban, para siempre, en un mundo tan nuevo que aquel muchacho del paseo que las pretendía parecía otra persona. De repente, descubrieron los sinsabores de la infelicidad, del maltrato y el mundo de las queridas. Entonces, miraban para otra parte: aquel hombre era para toda la vida. Pero, claro, había de todo. Y recuerdo que desde la dulcería de mi padre, a mediados de los setenta, vi ennoviarse a parejas que aún hoy lo son. Eran las mujeres las que hacían entrar a los hombres en la dulcería, y allí se sentían indefensos porque su espacio natural estaba en los bares. Cine y dulcería iban ligados. Y el paseo unió a tantas personas que, después, en los bailes de la Sociedad, los apretones fueron visibles. Y en las sombras de la noche en los parques. Y en la oscuridad de las salas de cine, los besos robados arrullaban la pantalla. Luego, ellos, una vez dejadas las novias castas en sus casas, se veían en el bar y se iban de “picos pardos”. Porque un hombre tiene sus necesidades, se decía entonces. Y el que quiera entender que entienda. No todo era alegría y buena vecindad. Igual que ahora, pero de otra forma. El fondo sigue siendo el mismo; solo las formas se han ido adaptando a los nuevos tiempos. Sí, sí, ya sé que tampoco les digo nada nuevo.
Por entonces la luz de la ciudad era otra. El Terrero, en los días de lluvia, se llenaba de barro, de tierra colorada que, al poco tiempo, desparecía. Y recuerdo ir de la mano de mi padre y preguntarle que si cuando la calle se inundaba de aquella tierra colorada “¿indicaba el final del invierno?”. Seguramente mi padre escondería su sonrisa ante mi petición. No recuerdo su respuesta y me gusta imaginar que iba encerrada cuando él me cogía la mano. No sé cómo las pequeñas cosas de la vida regresan de vez en cuando. Y tampoco sé por qué no la hemos reflejado en el papel. Debe ser que cada asunto va encajando en cada recuerdo y llegado un momento concreto lo sustanciamos. Bueno, tampoco es tan importante. Los detalles de una vida llegan cuando llegan y no hay que volverse loco en posibles interpretaciones. Son así y me temo que siempre serán así. Y cada uno con sus propias vivencias. Pero les quería hablar de la luz de entonces. Cuando todas las fachadas eran blancas, no solo relucían más intensas en los días grises, sino que en los días azules su viveza y fuerza se agudizaban y acompañaban aquellos tiempos en blanco y negro.
En aquel tiempo de infancia, mis intereses solo conjugaban un verbo: jugar. O dos: jugar y jugar; como los niños que fuimos. Sin embargo, las calles nunca me parecieron oscuras. El blanco de las fachadas realzaban el ritmo callejero y la piedra azul de cantería lucía aun más. Tengo para mí que el blanco de entonces era una seña de identidad. Muchos años después de aquella infancia lejana, los gustos cambiaron y sobrevinieron los colores. Pero vino a ocurrir que en los días grises, muy frecuentes en este norte isleño, la calle se empequeñecía y se acobardaba, como temiendo a acoger a sus vecinos. Y ahí siguen.
Recuerdo que en una Semana Santa, antes vividas con intensidad y norma impuesta por todas las autoridades, civiles y eclesiásticas, las rutinas sufrieron alguna pequeña variación. De repente, la iglesia se convirtió en improvisada sala de cine y durante varias noches se proyectaron películas relacionadas con Jesucristo. Aquello para la chiquillería era como ir al cine gratis. Y si la vida de Jesús era importante, a nosotros las figuras de los romanos, siempre los malos, nos parecían unos guerreros a los que debíamos imitar en el juego del día siguiente. Sí, sabíamos que eran los malos, pero nos llamaba la atención toda la parafernalia que Hollywood imaginó en sus películas. Después, cuando los cines reanudaban su programación, la rutina regresaba. Y la música, y los bailes en la Sociedad y en el Casino. A mí todo eso me resultaba lejano y desconocido. Por aquel entonces, los infantiles juegos eran mi único interés. Hasta que un día llegó el circo a la ciudad. De repente vimos entrar en el campo de la OJE grandes camiones y enormes jaulas. Nos quedamos petrificados. Luego, cuando levantaron la enorme carpa que cubría todo el espacio, comenzaron las funciones. Recuerdo que elefantes y leones no faltaban. Hasta entonces yo solo los había visto en las películas y en las colecciones de estampas “Vida y color” que, desde el Colegio La Salle, nos recomendaban por su valor documental y académico. Y en las noches frías de mi casa en Los López, oía el rugido de los animales. Entonces, me tapaba totalmente con la manta. Así me sentía protegido de posibles ataques. No sé cuánto tiempo estuvo el circo en Arucas, pero por allí desfiló mucha gente, sobre todo, los fines de semana, donde las funciones se multiplicaban. Luego, en otro momento, no sé si antes o después, el Teatro Popular Español recaló en el mismo lugar. Puro teatro. Y los domingos escenificaban cuentos infantiles. Aquello era como un cine en directo. Y el milagro que se produjo entonces era que, sin saberlo, asistíamos a la representación de obras teatrales, todo un lujo para nuestras miradas infantiles, donde la posibilidad de disfrutar del teatro era toda una quimera. Luego, en los universitarios años, volvimos a reencontrarnos con el teatro, del que siempre escuchábamos que “estaba en crisis permanente”. Más o menos como ahora.
(Continuará)
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