Salió por tercera vez a la puerta. ¿Este ruido va a durar toda la tarde?, preguntó con insolencia.

El viejo odiaba la música. Realmente, odiaba cualquier expresión que resultara mínimamente divertida para otro ser humano, especialmente si era producto de una expresión creativa. Aunque, sobre todo, odiaba ser feliz y mucho más, que otros lo fueran.

El chico le miró desafiante, dispuesto a continuar su improvisado concierto, pero el dueño del bar no quería problemas con el vecino, así que la música calló y el ruido de las carreras de coches sobre el asfalto volvió a resurgir en el ambiente.

Ahhh...esto sí me gusta, afirmó satisfecho el huraño viejo, sintiéndose vencedor único de aquella batalla sin sangre pero repleta de heridos.

El chico, lejos de entender la situación como una derrota, cogió su guitarra y decidió continuar tocando su música a la orilla del mar.

No había pasado ni cinco minutos cuando una docena de gaviotas comenzó a rodearlo. No podría asegurarlo pero juraría que bailaban al ritmo de sus acordes... Por unos momentos, en el mundo solo existían el sonido de las olas, el rasgueo de la guitarra y la danza extraña y acompasada de las gaviotas.

Sin duda, aquel fue el mejor concierto de su vida.