María observa al hombre que al otro lado de la mesa va colocando billetes de veinte frente a ella y su marido. Lleva gafas de sol y el pelo engominado con la raya a la derecha. Viste un chándal de color gris oscuro que desprende un suave olor a lavanda. Sus manos, grandes y velludas, manipulan los billetes con la habilidad de un trilero.
“Ochenta, cien, ciento veinte...”
María observa a su marido con la duda bailándole en los ojos. Este la ignora intencionadamente. No hay nada que discutir, no hay más que hablar. Está decidido.
“Ciento cuarenta, ciento sesenta, ciento ochenta...”
Es por su bien. Es por su bien. Es por su bien. Es por su bien. María repite las palabras una y otra vez. Las pone en boca de su madre, de su hermana, de su mejor amiga. Es por su bien, dicen todas. Un futuro mejor, añaden. Oportunidades, sentencian.
“Doscientos, doscientos veinte, doscientos cuarenta...”
Todo saldrá bien, le ha dicho su marido. Conozco a un tipo que, le ha asegurado. Podremos hacer otro, ha susurrado con un atisbo de vergüenza.
“Doscientos sesenta, doscientos ochenta...”
Lucas tose y María lo aprieta contra su pecho. Abre sus ojos ciegos y los posa sobre ella. Bosteza y los vuelve a cerrar. María le hace un arrumaco y el bebé sonríe.
“Y trescientos.”
María observa los billetes apilados en un pequeño fajo. Su marido lo recoge y lo mete en el bolsillo interior de su chaqueta sin contarlo siquiera. Luego la mira, apremiante. El hombre del chándal con olor a lavanda también la observa, impaciente. El tiempo se para y, cuando se reanuda, Lucas ya no está en sus brazos. Ahora está en los del hombre del chándal, que lo sostiene con cuidado pero sin cariño, con delicadeza pero sin dulzura. Como un objeto preciado pero carente de vida.
“Ha sido un placer hacer negocios con ustedes”.
María siente el brazo de su marido rodeando sus hombros. Siente que su cuerpo gira y se aleja. Está hecho, se dice.
Y entonces, solo entonces, rompe a llorar.
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