Aparte de la alarma que me producían tantas noticias trágicas, desastres naturales, guerras, etc., me entró modorra leyendo el periódico, y lo cerré justo cuando, a través de la ventanilla, vi la imagen que ilustra este relato. Atraído por la llamativa composición que aparecía ante mi vista, saqué la foto y, casi de inmediato, entre bostezos, me quedé dormido en el asiento. Un sueño perturbador me asaltó de pronto: yo era la hélice del avión en el que viajaba y, de ella, impulsado por sus aspas giratorias, salí volando, convertido en un enorme cuervo negro, hacia el pico del Teide, en cuya cúspide me posé con las alas desplegadas. Seguidamente volví a alzar el vuelo, alto, muy alto, tan elevado que, con la mirada indiferente, pude contemplar toda la geografía del planeta. Y tal era el desafecto que había en mis ojos que no me pareció terrible nada de lo que vi: los Polos derritiéndose; osos polares ahogados en los quebradizos hielos; bombas explotando sobre poblaciones aterrorizadas e indefensas; inmensos mares de plástico asfixiando las aguas de los océanos; incontables ciudades transformadas en cementerios de coches; violentos huracanes azotando las costas; tornados engullendo casas y pueblos; naciones ricas que construían armas para venderlas a las naciones pobres; hambre y muerte entre los desposeídos del planeta, y otras tantas calamidades que me hicieron despertar en un sobresalto.
¡Qué horror!, me dije, casi temblando, con el corazón en un puño. Y luego pensé que, para no sufrir, ojalá pudiera yo contemplar todas esas desventuras con los mismos ojos con los que las miraba el cuervo en el que me había convertido en el sueño: con indiferencia.
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