Cuál es el deseo de los dioses
“En el fondo es el deseo de dios”. La expresión la escuché en una emisora de radio, de las relacionadas con la religión católica. No sé a qué se refería, quien se pronunció de ese modo, pues continué avanzando en el dial. Me llamó la atención, por algo tan sencillo como, que atribuyan un sentimiento humano –el deseo lo es– a la divinidad. Desear, entre otros significados, tiene este primero: Aspirar con vehemencia al conocimiento, posesión o disfrute de algo. Quizá, atribuido a las divinidades y ateniéndonos a lo que nos cuentan en el denominado antiguo testamento: Anhelar que acontezca o deje de acontecer algún suceso. Por todas aquellas plagas y hecatombes que fueron aconteciendo solo por designio divino.
A quienes fuimos educados en la segunda parte del franquismo, donde la religión católica constituía una parte esencial del régimen, nos enseñaron aquello de: “dios hizo al hombre a su imagen y semejanza”. La inocencia, siempre sujeta al atrevimiento, no hizo pensar en que íbamos a ser eso: divinos. Nada más lejos de la realidad. Con el paso del tiempo nos dimos cuenta, todo aquello estaba expresado del revés: el hombre hizo a los dioses a su imagen y semejanza. Basta con leer por las distintas etapas que ha transitado el concepto de la deidad. Aquellos del antiguo testamento, dioses duros y sin apenas sentimientos. Salvo, claro está, el del génesis. Que se entretuvo en crear todo lo conocido y, a partir de ahí, poblarlo. Eso sí, con una certeza increíble: con una pareja, el famoso Adán y su costilla Eva. A partir de ahí, el resto es sobradamente conocido.
Cuando a los dioses se les atribuyen sentimientos humanos, pasa lo que pasa. Acaban presentando humanos comportamientos. A saber, pierden su infalibilidad. Comienzan así las desgracias relacionadas con las religiones. Nadie es capaz de distinguir entre los motivos de los conflictos humanos y su relación con la religión. Está claro, en la mayor parte de ellas, por uno u otro motivo, surge una motivación para ir a pelearse con quienes, por adorar a otras deidades, no tienen derecho a mantenerse vivos ni, mucho menos, conservar sus pertenencias y territorios. Basta con realizar una incursión a la Historia, y comprobar cuáles han sido las causas de los conflictos. No todos, aunque casi siempre aparece directa o indirectamente una relación con lo divino. Y siempre, para no asumir responsabilidad alguna, se podrá argumentar: es el deseo de dios.
Las cabezas coronadas, las monarquías, también lo son por deseo divino, con lo cual no hay acción humana que logre evitar su presencia. Bueno, eso era así hasta hace algunos años, cuando aparecían orlados por esa conocida expresión: “por la gracia de Dios”. Dicho de manera más clara, no solo es sujeto de deseos, sino que también concede gracias. También lo fue, no lo olvidemos, el dictador del golpe de estado del 36. Por ello debió ser que, una vez agotado su régimen por la muerte de aquel, dejó heredero. Que también lo fue por la divina gracia, pues nos incorporó una vez más la monarquía.
Extraño deseo el de los dioses, que se empeñan en dejar por la vía de los hechos consumados, todo aquello para lo cual carecen de la suficiente argumentación para convencer a quienes sentirán las consecuencias de sus divinos actos, que en el fondo no es sino un anhelo, materializado en un humano deseo.
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