Microrrelato. "Disfraces y ladrones"

Fernando Tocino Lunes, 13 de Noviembre de 2017 Tiempo de lectura:

fernandotocinonov2017Al final del día siempre solía dirigirme al ropero que mi abuela María me había regalado como último deseo de la vieja pécora. Abría sus puertas desvencijadas y me dedicaba a hacer lo que llevaba años realizando cual ritual mitológico que los vikingos hacían en la puertas del Valhalla. Cogía las perchas e iba colgando cada uno de los disfraces y personajes que había utilizado a lo largo del día con el mero propósito de dejarlos operativos para cuando requiriera la ocasión. Era un ritual que me hacía recuperar el sentido común y la transparencia y así, recuperar la desnudez y el blanco nuclear que toda persona tiene y debe tener.

Mi armario era la caja de sorpresas y el lugar para mis atrezos y harapos con los que poder vivir día a día mi vida. Podrías encontrar en su interior de todo. El traje de hombre amable y correcto que daba los buenos días a todos los seres humanos cada mañana de la vida y que al dejar atrás a los susodichos los enviaba a los quintos infiernos. El traje de hombre comprensivo y sensible que escuchaba cada una de las opiniones y emociones de la gente pero que en el fondo del pozo le importaba una mierda lo que dijeran. El traje de hombre responsable y trabajador que hacía las delicias de sus jefes rozando el peloteo más absoluto y lamiendo sus babas y mierdas con el mero propósito de recibir una palmada en la espalda. El traje de terrorista capaz de echar abajo el sistema a base de verborrea radical y acciones directas si fuera menester y enarbolando el asta de la bandera más increíblemente radical que cualquier sistema pudiera soportar. El traje de docente sin regla ni borrador con los que tirar a las cabezas de los alumnos la rabia y la ira de un sistema educativo y social irracional. El traje de quien supone ser hombre de fe y que descubre que la razón fagocita a los dogmas. El traje de hombre que entiende la normalización de la pobreza y la esclavitud pero que no suelta ni una perra gorda para ninguna de las causas. El traje de alguien que le importaba la salud y el mundo pero que quemaba su vida a base de paquetes de cigarros y grasa de cerdo por cada bocado que deglutía a todas horas y que no se cortaba ni un pelo en tirar escombros y basuras varias fuera de los contenedores oficiales. Reconozco que también tenía algunos atrezos de mujer con los que me gustaba salir de vez en cuando y que me llevaban al mundo más oscuro y tenebroso de las perversiones humanas a la vez que tocar la ternura y la sensibilidad racional de sentirme mujer libre e independiente, decidiendo y actuando. Mi traje de gigoló me daba más quebraderos de cabeza que alegrías. Lo aparté hace mucho años de mi baúl cuadrado con patas. En fin, personajes miles y caretas a mogollones, tal era así, que tuve que comprarme 6 armarios más y mandar a construir 13 muebles empotrados en mi extensa y lujosa casa que me donó la muy pícara y meretriz alcahueta de mi abuela María.

Terminado mi ritual diario al final del día, cerraba las puertas de mi caja de Pandora para poder dedicarme a lo que más me gustaba. Coser y moldear nuevos trajes y caretas. Agotado y soñoliento me iba a mi cama espartana. Allí siempre me encontraba tranquilo, sereno, limpio, transparente, luminoso, amado, querido, poseído, eufórico, sencillo, en paz.

Así es mi presente en estos últimos largos años, gracias a un grupo de ladrones que me destrozaron mi lujosa casa y se llevaron todos mis trajes, mis atrezos , mi máquina de coser y mis carretes de hilo ¡Gracias doy a esos ladrones por robarme! Porque quien roba a un ladrón, tiene 100 años.......................


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