La Transmisión del Saber en el Instituto de Gáldar

Josefa Rodríguez Viernes, 30 de Septiembre de 2016 Tiempo de lectura:

PEPITA PILARAndaba yo jugando a las casitas, al escondite y a la reina del cuento cuando dejo el colegio de las monjas, ansiosa por cursar estudios en el instituto. El edificio, entonces, se me antojaba inmenso. Cuerpos pequeños, caras infantiles de niños y niñas entre diez y doce años, asomaban por el recreo para compartir clases después. ¡Juntos los sexos! No me lo podía creer. ¿Niños y niñas juntos? Fue una gran novedad teniendo en cuenta los ideales morales de la época En el instituto, uniformados. En la calle, con suecos, vaqueros desflecados, camisetas desteñidas y larga melena para los chicos.

Pero, dentro de aquel recinto, una gran raya blanca que atravesaba el recreo lo dividía en dos mitades: el derecho para las niñas, el izquierdo para los niños. Más simbólica que real, aquella raya era nuestro muro y apuntaba a una prohibición. Cómo entraban ganas de transgredirla, lo hacíamos, con el pretexto del juego, pelota arriba y pelota a bajo, y con disimulo, para evitar la sanción.

Recuerdo el grupo folk que dirigió Jesús Páez. Poníamos música a los poemas de Alonso Quesada. Aquello era divertido. Sacamos un jugo importante a la puesta es escena. Se representó en Gáldar, Caideros, el Valle de Agaete.

Del instituto puedo reflexionar con humor y nostalgia, ambos afectos me valen. La angustia también hizo acto de presencia, en alguna ocasión. Recuerdo el primer día de clase. Nos preguntaron que queríamos estudiar de mayores. Cuando llegó mi turno, por homofonía, dije “Magistrado” en lugar de “Magisterio”. La profesora preguntó: “De verdad, ¿te gusta la justicia y las leyes?”. Descolocada dije sí, sin entender bien la definición del segundo; horas más tarde lo resolvía con el diccionario. No fue, ni lo uno ni lo otro, tampoco la alquimia farmacéutica que venía de mí padre. Salí del instituto con más preguntas que respuestas. Probablemente, eso me llevó a estudiar “Psicología”. Más tarde, aposté por la compleja formación en psicoanálisis lacaniano que marcó definitivamente mi orientación profesional.

Escribo con premura estas líneas, sólo tengo un rato. Me asaltan muchos recuerdos, imágenes, secretos, mis compañeros a los que quiero abrazar el sábado. Nuestros profesores en mi cabeza. Ellos eran tan jóvenes... ¡Adolescentes de 20-21 años devenidos mayores muy rápido”. Les considerábamos “puretas”. ¡Qué barbaridad! ¿Qué seríamos nosotros ahora?

Tuvimos buenos profesores para lo académico y para la vida. Les debemos mucho, por haber sido mediadores y motivadores del aprendizaje. Hoy, se merecen un gran homenaje. Mi agradecimiento a todos aquellos que se embarcaron en la difícil, cuando no, imposible tarea de educar.

Los textos de Jesús Páez y de Benita Rivero, dos profesores queridos en nuestro instituto, entrañable avivaron la emoción y los recuerdos, la cosa política, los deseos y los esfuerzos que cada uno realizó comprometidos con lo que hacían. También me hicieron evocar la obra de Nicolás de Cusa, “la docta Ignorancia” también del lado del que enseña. Lo fecunda que puede ser para que el alumno se interrogue, vaya a buscar, pregunte, se quede con dudas y piense.

A esos profesores que nos sirvieron de guía que nos dieron un consejo cuando no hablábamos tanto con nuestros padres; a aquellos que supieron depositar en nosotros cualidades desconocidas abriendo el camino hacia el saber y la lectura; que acentuaron lo que teníamos pero a lo que nadie le otorgaba ningún valor; a aquellos que, con nombre y apellidos, impartieron sus clases al servicio del entusiasmo y la indagación, sorprendiéndonos, gracias. Gracias, a aquellos que supieron transmitir un saber pero que no se creyeron “los maestros”.

Termino con las palabras de Carmelina Ramírez a quién la ausencia nombra hoy: “Josefa Pilar, sigue así, estudiosa y ordenada”.

Josefa Rodríguez Pérez
Psicóloga Clínica y Psicoanalista
Coordinadora de la Unidad de Salud Mental de Triana
Ex Alumna del IES Saulo Torón.

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