La lentitud de los tejados

Opinion

juanferreraCuando Manolo Perdigón casose con Mariquita Disparates, un día de abril de 1955 a las seis de la mañana, nunca imaginó que a los tres años del casorio vivirían en el centro de la ciudad, donde la gente rica, con sus casas de dos plantas, fachadas en piedra azul, azoteas rematadas con llamativos balaustres, techos altos decorados y dibujos florales pintados en las enormes paredes, que dejaban libres las enormes ventanas por donde penetraba el sol del mediodía.

La casa que había alquilado Manolo Perdigón, sin embargo, no era de dos plantas ni de techos altos; ni siquiera tenía azotea: el tejado a dos aguas remataba la altura de la vivienda. Lo que sí destacaba era su ubicación: aprovechando el desnivel del terreno, estaba adosada a una casa de empaque, la de Felicianita Hernández de León, que regentaba una tienda de tejidos que, en Navidades, también ofertaba muñecas y bicicletas para niñas. Era Felicianita una mujer amable, respetuosa y considerada con todos, tranquila, que fiaba más de lo que debía, algo romántica y católica ferviente. Su eterna sonrisa, su seña de identidad. Vivía en soledad desde hacía tres años: su padre la había dejado al cumplir los noventa:

---Hasta aquí hemos llegado, Felicianita. Has de seguir tu sola. Cuídate mucho.

Y dobló las carpetas sin provocar aspaviento alguno, incluso con una ligera sonrisa en su semblante al reencontrarse de nuevo con su mujer.

Cuando se enteró Felicianita Hernández de la llegada de sus nuevos vecinos, no solo se acercó a saludar y darles la bienvenida, sino que fue acompañada de un extraordinario queque de manzana, del que dieron buena cuenta al sabor del café y del aroma de la tarde de abril, antes de la misa vespertina. Manolo y Mariquita estaban encantados: no daban crédito a lo que les estaba pasando. Nunca soñaron vivir en aquel lugar y, mucho menos, descubrir que su vecina era como era. No tenían descendencia los recién llegados y, en cuanto la ocasión lo requería, se justificaban con la señorial vecina y Manolo le arreglaba aquel grifo que goteaba, aquella tubería que se salía, aquel cable pelado; o Mariquita se ofrecía para limpiar esos techos tan altos, bonitos, sí, pero incómodos, Felicianita.

Era la vida por entonces mucho más calmada, con detenimiento de las cosas.

Y cada teja en su sitio.

tejadosMH 173a


Etiquetada en...

Comentar esta noticia

Normas de participación

Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.

Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.

La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad

Normas de Participación

Política de privacidad

Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.102

Todavía no hay comentarios

Quizás también te interese...

Quizás también te interese...

Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.