Llueve, que no es poco
La lluvia y el viento son los fenómenos meteorológicos más comunes y los artífices del paisaje y la vida terrestre. Junto a la radiación solar y los cambios de temperatura, diarios y estacionales, que ocasiona, los procesos hídricos y los ventosos, a gran y pequeña escala temporal, hacen a la naturaleza como es y a sus criaturas. Desde los elefantes a las hormigas, desde las secuoyas a los líquenes, toda la biosfera evoluciona a la intemperie de una Tierra permanentemente azotada por vientos y anegada por lluvias.
Los seres humanos hemos evolucionado tanto en la creación de hábitats artificiales que, sobre todo los que vivimos en zonas urbanas, casi hemos conseguido aislarnos de la meteorología. Casi, pues, aunque en muchas partes de las ciudades ya no se ve la salida del Sol ni se nota su puesta, y en nuestros habitáculos y vehículos no entran ya ni el viento ni la lluvia, todos esos fenómenos naturales siguen estando ahí. Y que no falten, pues si los vientos y las lluvias no limpiaran periódicamente nuestras urbes, éstas resultarían altamente insalubres. Y aunque el agua potable parece que sale, sin más, de nuestros grifos, y nuestros residuos desaparecen, como si tal cosa, por nuestros sumideros, todo ello sigue dependiendo de la capacidad generadora de los ciclos la naturaleza.
Tanto nos hemos olvidado de dónde estamos que, entre urbanitas, es frecuente escuchar comentarios tan absurdos como: "¡Llueve, que fastidio!" o "Ya podría llover solo entre semana". Nuestro pequeño e irreal mundo civilizado nos mantiene plenamente ocupados y ajenos hasta que un aumento de grado en la manifestación o ausencia de los vientos y las lluvias nos ponen en el sitio. Cuando arrecian los vendavales y las tormentas nos volvemos pequeños y nuestras infraestructuras y viviendas se tornan de papel; cuando la sequía perdura y la circulación del aire se detiene, entonces caemos en la cuenta de que todos dependemos de esos ciclos. Pero parece que solo reaccionamos ya cuando nos atemorizamos.
Y es una pena que nos hayamos vuelto tan insensibles y convenencieros: la salida del Sol y su caída en el horizonte, el paso de las nubes, las ráfagas de viento, las rachas de lluvia son mucho más que espectáculos magníficos. Literalmente, nos tocan la piel y nos conectan con nuestra atmosfera en tantos sentidos como seamos capaces de imaginar.
Tomarse el tiempo, si es posible, en un ambiente natural, para presenciar la salida de nuestro astro; observar cómo va despejando la oscuridad y coloreando el paisaje; sentir como toda la vida reacciona a su venida; notar como su ascenso entibia nuestro cuerpo... Y, a la caída de la tarde, volver a mirar el disco ígneo cuando ya no ciega; estremecerse con los dorados, naranjas y rojos con los que impregna el paisaje; permanecer, ensimismados, hasta su ocaso y contemplar cómo, en el firmamento ya oscuro, tintinean las estrellas y, casi siempre, reluce la luna.
Tumbarse a mirar las nubes y extasiarse con sus formas y movimientos; ver en los árboles y en el mar como juega el viento; dejarnos envolver por él, corriendo a su favor o en su contra; disfrutar de cómo la lluvia lo empapa todo; mojarnos por ella, bebiendo sus gotas a boca abierta; pisar los charcos... Como cuando en la niñez, como cuando nos da la gana de no dejar de ser plenos y libres.
Recordemos: de cuando en cuando, llueve.





























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