Demasiada intransigencia, poca solidaridad

Opinion

xavierAl margen del interés mediático que despiertan los actos violentos por el uso espectacular y emocional que se puede hacer de ellos, en la actualidad no es difícil considerar que la agresividad se ha vuelto el canal de expresión principal de múltiples personas, grupos y Estados. Las decenas de mujeres asesinadas, cada año, en nuestras poblaciones por hombres con los que habían convivido; los atentados terroristas, recientes en París y habituales en otros lugares; y los conflictos bélicos locales y regionales presentes, son notables indicadores de que la intransigencia es, demasiadas veces, la norma.

Dados sus extremos e irreparables efectos, es preciso entender las justificaciones, las motivaciones y las relaciones de poder en las que la violencia se expresa y deslegitimarlas. Pues, el pretender subyugar a seres humanos por cuestión de género, clase o nación es algo que escandaliza a la sensibilidad humanitaria y a las aspiraciones democráticas. El maltratador que oprime a quienes están a su alcance -sea un individuo concreto, un colectivo mafioso o un cuerpo de ejército regular- no puede seguir considerándose un agente válido para la resolución de los conflictos. Menos aún, cuando tras el cruento escaparate hay complicidades sostenidas e intereses promocionados, inconfesables: ese machismo convenenciero que prefiere atar corto y subordinar a las mujeres, antes que respetar su dignidad y autonomía inalienables; esa connivencia de los grupos de influencia para sacar ventaja en cada ocasión, caiga quien caiga; esos autoritarismos institucionalizados al más alto nivel, con ínfulas de destino manifiesto y pretensiones expansionistas...

A nivel internacional, el clamor es ya incuestionable. Las gentes, a lo largo y ancho del mundo, quieren vivir en paz y justicia. E iniciativas para la convivencia pacífica y duradera hay muchas. Como las del investigador social Richard Jackson, para "avanzar un proyecto político progresista dirigido a proteger o emancipar poblaciones marginadas y vulnerables frente a formas de violencia estatal indiscriminadas y opresivas, aunque estas se presenten como acciones de guerra o contra-terrorismo".

Los actos colectivos de violencia armada deben perder su justificación. Debe acabar la barbarie de poder considerar las dinámicas bélicas como "guerra", "revolución", "insurgencia" o "terrorismo" según convenga a la interpretación cultural o al ámbito de poder que las definan. El desarme debe ser generalizado y máximo. Pues, cuando los grupos o los individuos violentan a sus semejantes, no hay coartada posible. Y ya sabemos que cualquier necesidad social, política o económica puede ser objeto de violencia y por múltiples medios: hoy, las políticas recesivas están maltratando a la mayoría de las poblaciones, mientras las élites acaparan privilegios, prebendas y riqueza sin merecimiento alguno. La violencia, llama a la violencia. La paz es el único camino.

Por todo ello, se hace impostergable una seguridad humana genuina, tanto en el ámbito local, como el global. El incremento de los arsenales, la carrera armamentística y el comercio bélico deben declararse ilegítimos y proscribirse. La épica guerrera, la consideración de la agresividad como un valor y el culto a la prevalencia sobre los otros son ya aspiraciones obsoletas y contraproducentes en una Tierra de seres humanos que se reconocen todos equivalentes, todos únicos.

Y la figura del hombre incuestionable, presto al enfrentamiento y despiadado, depredador de sus semejantes, tiene que desaparecer del imaginario colectivo. Por ellas, las mujeres, y por nosotros, los hombres. Haya paz.

Xavier Aparici Gisbert, filósofo y emprendedor social.

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