La mejor forma de conquistar a un pueblo es arrebatándole su cultura. Di no a la celebración de "Halloween".
Aquella noche del 1 de noviembre, por primera vez desde hacía muchísimos años, abuela María no ejercería de maestra de ceremonia en la cena que la familia se disponía a compartir en memoria de los que ya no estaban entre ellos.
Como si hubiera seguido un guión escrito por ella misma, abuela María había muerto unos meses antes sentada plácidamente en la orilla de una de las playas de la Costa de Layraga, al norte de la Gran Canaria. Con su pañoleta negra de lana sobre los hombros y un pañuelo del mismo color cubriéndole sus cabellos, convertidos por el tiempo y la brisa de Los Alisios en briznas de plata, la longeva mujer, como si con ello quisiera apaciguarla, acarició por última vez con su mira exánime la mar brava que, a sus pies, convertía en rugidos el ronco sonido de los callaos que arrastraba con violencia. Y es que abuela María supo elegir el mejor lugar para reunirse con los suyos, aquellos que ya habían partido de este mundo, porque para ella el Atlántico era una inmensa puerta que se abría a los infinitos caminos que tomaron muchos de sus seres queridos, de los que algunos jamás regresaron.
Durante la cena, una silla vacía presidía la mesa. Era la silla de abuela María. La silla desde donde la matriarca de la familia, año tras años, y después de la cena, se encargaba de repetirle a su familia las hazañas o anécdotas vividas por sus finados, cuando todavía se encontraban en este "valle de lágrimas". Y es que abuela María acostumbraba a decir que nadie muere mientras su recuerdo perdure en la memoria de sus seres queridos. Y precisamente en ello se afanaba la matriarca, en que el recuerdo de sus finados no desapareciera de la mente colectiva de la familia.
Casi de madrugada, cuando los niños que al oscurecer visitaron las casas del pequeño pueblo marinero preguntando si "había santos", para recibir como respuesta algunas golosinas, ya se habían dormido, y los monótonos sones de los ranchos de ánimas se perdían cabalgando sobre las olas oscuras hacia otros lugares, los familiares de abuela María se dispusieron a abandonar la mesa, para dar así por finalizada la velada.
Pero antes de que se levantaran de sus sillas, la voz de uno de los comensales, llamando su atención, rompió el emocionado silencio de la despedida. Era la voz de Josefina, la menor de las nietas de Abuela María, que ocupaba la silla anexa a la de la abuela:
- Abuela me acaba de decir que les diga que pasen buenas noches y que no dejemos ningún año de celebrar esta noche para que la recuerden a ella y a todo los que ahora están a su lado.
Cuando terminó de hablarle a la familia, Josefina miró la silla vacía y, sonriendo con esa sonrisa especial que tienen los niños que padecen el Síndrome de Down, dijo:
- Ya se lo dije abuela.
Durante unos instantes, la tristeza que durante la cena envolvió a la familia se tornó en alegría al saber que aquella noche también abuela María había compartido con ellos la cena en memoria de sus finados.
Ojalá que el recuerdo de abuela María no sea jamás devorado por esa anticultura a la que llaman Globalización, y que, escondida debajo de las túnicas mugrientas de las estupideces de algunos y de los intereses de otros, amenaza con acabar con las particulares señas de identidad de los pueblos de la Tierra para convertirlos en esclavos de los poderosos.
Si realmente amas a tu tierra y a tus tradiciones no celebres la fiesta de "Halloween", ni colabores con tu ayuntamiento, ni con tu asociación de vecinos, ni con el colegio donde se educan tus hijos en su celebración. Diles que no a "Halloween".





























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