Sombrero y condón
Confundir palabras puede dar lugar a situaciones que, a veces, producen cierta hilaridad y convierte una anécdota lingüística en algo muy parecido a un chiste. Fue lo que le pasó al padre de un amigo mío, peninsulares ambos, a principios de la década de los sesenta del siglo pasado. En París.
Según me contó mi amigo, su padre, un campesino, muy tímido él, de la que ahora llaman la España vaciada, se trasladó a Francia para asistir al entierro de un amigo prematuramente fallecido, otro campesino español que se había ido de España huyendo del franquismo.
Al llegar al domicilio del difunto se percató de que todos los hombres llevaban sombrero negro y decidió hacerse con uno antes de dar sus condolencias a la viuda.
Anduvo un rato antes de encontrar una sombrerería y, una vez dentro del local, en un francés macarrónico, pidió un sombrero negro. Pero se equivocó y en lugar de decir “chapó” (chapeau) dijo “capó”, que suena casi como “capot” (capote), que significa condón. El dependiente lo miró con picardía y, burlón, le aclaró que allí no vendían condones, que debía ir a una farmacia.
-¡Pero si yo estoy viendo los condones negros ahí! –protestó, apocado, el campesino español, con visible nerviosismo, ignorante de lo que estaba diciendo.
-Usted perdone, caballero. Esos son sombreros, no condones. Tiene usted que ir a una farmacia –insistió el francés, cada vez más chistoso.
Y, nada, terminó el pobre hombre (y aquí viene la parte más humorística, tal vez grotesca, de la historia) yendo a una botica y pidiendo un condón negro.
-Lo siento, señor. Tenemos condones color carne, azules, rojos, verdes…, pero no disponemos de condones negros –comentó el boticario, dejando completamente desolado al cliente, el cual, casi lloroso, dijo:
-Pero… es que voy a ir al duelo de mi amigo y quiero dar el pésame a la viuda con un condón negro puesto.
A lo cual el farmacéutico, de entrada sorprendido y luego con ironía, replicó:
-¡Oh, señor! ¡Qué delicadeza!
Me reí con mi amigo a cuenta del episodio protagonizado por su padre en París. Le dije que en realidad parecía un chiste pero él me aseguró que de ficción nada, que, aunque nadie lo creyera, había ocurrido exactamente así.
Me quedé con la sonrisa en la cara y, de pensamiento, agradecí aquel rato tan divertido, porque ese día me sentía agobiado con la mascarilla, la guerra, el hambre y las desventuras humanas en general, que no son pocas.
Quico Espino
































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