Perrerías

Opinion

quicoespino2020Supongo que, de pequeños, a todos nos gustaba hacer alguna travesura que, a veces, podía tener consecuencias, como le pasó a uno de mis amiguillos de la infancia, al que la madre misma catalogaba de diablo y al que ella, y por extensión todos los demás, llamaba Pepito José.

-¡Pepito Joseeeeee’! –le gritaba cada dos por tres y nosotros, la pandilla, siempre sabíamos el motivo de esos gritos cuando él se hallaba presente: había robado huevos a las vecinas, roto algún cristal tirando piedras o le había pegado una paliza a algún chiquillo que no era de los nuestros. Era, como diría François Truffaut, un “enfant terrible”.

Un día del año 1960, él con ocho años, los mismos que contaba yo, nos fuimos la pandilla en peso, desobedeciendo a nuestros padres, a bañarnos al tanque Monzón, después de cruzar calles, barrancos, sembrados y andurriales. Y, puesto que no queríamos que nuestras travesuras fueran descubiertas, nos bañamos tal cual nos parieron.

-A ver si nos sale bien la torre esta vez –gritó Pepito José, en medio de la algarabía que teníamos formada jugando en el agua. Nos pusimos a ello y, justo cuando habíamos conseguido plasmar la torre, apareció el dueño del estanque, el cual, ante nuestros atónitos ojos, cogió la ropa de todos y se la llevó. Sólo nos dejó las alpargatas.

-¡Juanito, por favor! ¡Déjenos aunque sea los calzoncillos! –gritamos nosotros, pero el dueño del estanque hizo caso omiso y tuvimos que esperar a que llegara la noche para, con una alpargata delante y otra detrás, ateridos de frío, atravesar medio pueblo hasta llegar a nuestras casas, aguantando las risas y comentarios de la gente que nos veía pasar.

Al día siguiente, a la tardecita, con el culo todavía escaldado por los alpargatazos que le pegó la madre (a los demás nos ocurrió exactamente lo mismo), Pepito José cometió la mayor perrería de su vida, la cual, de milagro, no llegó a mayores.

Escondido tras el tronco de un olivo que había al lado del tanque Monzón, estuvo acechando un buen rato hasta que vio aparecer a Juanito. Pepito José llevaba una tiradera que él mismo había hecho y la cargó con una buena piedra. La lanzó cuando tuvo al dueño del estanque en su punto de mira, y, de inmediato, arrancó a correr como alma que lleva el diablo. Mientras huía oyó quejidos y maldiciones, aclarándole que había acertado el tiro.

-¿Tú no sabrás quién le pegó la piedra a Juan Artiles? –inquirió mi padre, según llegó del trabajo.

-¿Le pegaron una piedra? –pregunté yo a mi vez, haciéndome el sueco, pues ya sabía la verdad.

-Y bien buena. Con un poco de mala suerte lo podía haber matado. Menos mal que todo quedó en un chichón, un gallo en la frente que da hasta sentimiento. Ese gallo le canta esta noche –añadió mi padre, un tanto jocoso, como quitándole hierro al asunto.

Recuerdo que, a la mañana siguiente, en el patio de la escuela, toda la pandilla celebró la travesura de Pepito José, y que éste se mostraba entusiasmado y orgulloso.

Aún me suenan las palabras de mi padre, que la piedra pudo haber matado al dueño del estanque, y, por supuesto, me parece una salvajada, pero en aquel momento, hace ya casi sesenta y dos años, me sumé al grupo y a la celebración de lo que entonces me pareció una verdadera epopeya.

Quico Espino


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