Involucionando
Así como se siente este pez, pescado y preso tras unos barrotes, deben sentirse, creo yo, las mujeres encerradas en un burka, ocultas de arriba abajo por un vestido que sólo deja ver sus manos y sus pies.
Hay otras muchas mujeres en el mundo que no son todo lo libres que quisieran a causa del machismo que sigue imperando en muchas naciones y que, por mucho que se presuma de ello, no ha sido erradicado en los países que se consideran desarrollados, como es el caso de España, donde parece que se ha despertado un sentimiento que se mantenía en letargo, una actitud radical que pone en peligro los avances sociales conseguidos hasta ahora.
Volver atrás sería una equivocación, una prueba más de que estamos involucionando, y serán las mujeres las que, para variar, (lo digo con ironía) se lleven la peor parte. Regresaríamos a tiempos pasados, tiempos opresivos aquellos, como los años cincuenta del siglo veinte.
Por esas fechas se produjo un hecho que se mantiene indeleble en mi memoria. En mi casa éramos seis varones y una hembra, y mi hermana, la pobre, fue una esclava de todos nosotros. Salvo cocinar y el cuidado de los animales, que era la labor de mi madre, se encargaba del resto del quehacer de la casa, siendo lavar la ropa en la acequia o en el barranco el trabajo más duro.
Pero un día de domingo, con quince años (yo tenía siete), se rebeló. Se negó en redondo a fregar la losa. Dijo que no era justo que todos los varones nos quedáramos sentados a la mesa, y algunos nos pusiéramos a jugar a la baraja, mientras ella tenía que fregar los platos, el caldero, y los cubiertos de todos. Mi madre, que también era un poco machista, (supongo que por la educación que había recibido) se enfadó y le dijo que aquella era su obligación, y mi padre le recordó que tal menester no era oficio para hombres.
-Pues yo no pienso seguir fregando la losa todos los días –dijo ella, desafiando la autoridad de sus progenitores.
Mi padre se levantó, amenazando con la mano en alto, y, simultáneamente, mi madre se quitó la alpargata. Recuerdo que me asusté y que me dieron ganas de saltar en defensa de mi hermana, pero venció el miedo que me daba mi padre, que tenía las manos grandísimas.
Pero a uno de mis hermanos mayores, que contaba trece años, no le arredró el miedo y se ofreció a fregar la losa.
-¡Ni hablar! Eso es cosa de mujeres –dijo mi padre, levantando la voz.
Mi hermano no se amilanó y contestó que mi hermana tenía razón, que era una injusticia que ella tuviera que apencar con todas las responsabilidades de la casa y que los varones debían ayudarla.
Lo dijo con tanta seguridad que, de manera refleja, también a la vez, mi madre se puso la alpargata y mi padre bajó la mano. A mi hermana le llegaba la sonrisa a las orejas viendo cómo mi hermano se ponía a fregar. Mi padre, que se resistía a dar su brazo a torcer, miró entonces para su hijo, que enjabonaba los platos, y le dijo:
-Se te va a caer la cuca por estar haciendo cosas de mujeres.
Y mi hermana replicó:
-Pues con una mano se agarra la cuca y con la otra friega.
Todos nos reímos con su ocurrencia. Y mis padres la miraron con ternura.
A partir de ese día los varones nos empezamos a encargar de fregar la losa.































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