Amaneceres y atardeceres
Los atardeceres me producen melancolía. Cuando va terminando el día me recuerda a la vida que va acabando. Esos despliegues en el horizonte, de colores vivísimos, donde destaca el rojo, son hermosos, pero no siento ni exaltación ni gozo, sino una sensación de algo grato que acaba; son los últimos coletazos del día, los fuegos artificiales del THE END.
Sin embargo, admiro a las personas que se pirran por un atardecer en Sardina, entre ellas un admirado y querido amigo, que vive con emoción las infinitas sensaciones que le produce, trasladando esas emociones en pinceladas poéticas dignas de admiración.
Llega la noche, oscura y llena de misterio, aunque la noche no es igual en la ciudad que en el campo. En nuestros campos es serena y tranquila. Los rumores que oyes forman parte de ella: el susurro de los árboles, el cri, cri de algún grillo, el chillido del ave de presa nocturna, el tintineo de esquilas de alguna oveja perdida y el rumor del agua por las acequias.
Pero, ¡por Dios! ¡que estos sonidos no se produzcan todos a la vez!
En las calles de la ciudad, la noche oscura se plaga de entes extraños. Allí, en una calle, un noctámbulo camina encorvado y sin prisas a ninguna parte. Los gatos, buscando desperdicios, maúllan entre peleas y escarceos amorosos, para desesperación de los humanos que duermen cerca.
En otra calle conocida por su dudosa reputación, una dama de la noche, con exigua falda y generoso escote, enciende un cigarrillo que alumbra su macilenta cara, que el maquillaje no logra atenuar, mientras pide a un dios celestino que aparezcan clientes, a ver si puede saldar esa deuda que la amarga. Al otro lado de la calle, el infame proxeneta vigila “su inversión.“
Pero la luna sale y suaviza la oscuridad: el poeta se inspira, los enamorados la miran embobados y el insomne la maldice. Entre aquellos entes de la noche que menciono existen unos que producen miedos terroríficos, pobrecitos míos, como el hombre lobo, que vive amargado por las pulgas que lo martirizan y por su cansado papel de tener que aullar a la luna llena.
También aquel vampiro de cara chupada y con ojeras, que se queja de que sus víctimas, esas del botellón, tienen un alto índice de alcohol en la sangre y por ello se enfermó del hígado.
¡El Amanecer!
Ese sí me gusta. Es un renacer de las cosas: en los jardines se abre la rosa aún cubierta de rocío. De lejos un gallo canta, no sé dónde. Y el sol, deslumbrante, empieza a extender sus cálidos rayos, saludando a todo el mundo, dándose importancia, pues tiene muy sabido que el astro Rey.
En la cocina, el aroma del café, preludio de un buen desayuno, me hace tararear a ritmo de rap una canción pegadiza del año del catapún.
Nuestros entes extraños ya están recogidos: el noctámbulo cae redondo en la cama, la dama de la noche también, después de pegarle un tiro al chulo, que creo tenía un diente de oro que brillaba, ¿ o ése era otro?, no importa, yo lo siento por el chulo.
El gato en su cesta duerme como un adorable minino, igual que el vampiro en su confortable ataúd, que no se diferencia en nada a esos mini pisos de hoy, y el hombre lobo, ya un hombre normal, aunque peludo, se dirige a su oficina oliendo a insecticida, que la loción Baron Dandy, rociada a conciencia, intenta camuflar.
Y empieza el día lleno de promesas y oportunidades.
Texto e ilustración: Juana Moreno Molina
































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