Escritoras

Opinion

javierestevezopinionSí, es indudable: este año será recordado por la irrupción del virus que nos pilló desprevenidos y nos ha dejado sobrecogidos, desconcertados y asustados. Sólo recuerdo la emoción de las cosas, nos decía Machado. El 2020, por mucho que queramos olvidarlo,  será un año inolvidable por la intensidad de las emociones vividas.

Una de las consecuencias más sorprendentes que ha tenido la pandemia, al menos en mi caso, ha sido la abundante lectura. Este año he leído como hacía tiempo que no lo hacía. En pleno confinamiento decidí cancelar definitivamente mi cuenta en Facebook (era la única aplicación social en la que tenía perfil y actividad) y emplear el tiempo que le dedicaba a la red en algo más placentero y productivo: leer libros. Para que me entiendan, parafraseo a un amigo: si me subiera a todos los libros que quiero leer, podría tocar el cielo.

Coincido con la opinión de muchos: este año nos ha regalado, inesperadamente, tiempo. Así, he podido sumergirme durante estos largos meses en un océano extenso, pródigo y silencioso de lecturas. Y me he acercado, como un submarinista novato e ilusionado, a ese arrecife de coral que es la literatura creada por mujeres. Confieso que hasta la irrupción de la pandemia, como lector, me había inclinado mayoritaria e inconscientemente por la producción literaria masculina. ¡Hombres! Pero también confieso que, si alguien me preguntara ahora, diría que no encuentro diferencia entre géneros. Desde mi punto de vista, la literatura, el arte de contar historias, como sucede con cualquier otra disciplina artística, no distingue entre hombres y mujeres sino de otros aspectos que trascienden, afortunadamente, el sexo del artista. Este año de confinamiento y distanciamiento he leído obras maravillosas. E insignificantes, también. Sé que para gustos, colores, pero me apetece listar aquellos libros, todos escritos por mujeres, con los que más he disfrutado en este insólito año de reclusión y clausura. Estos son:

El infinito en un junco, de Irene Vallejo, ha sido el libro que más me ha acompañado durante estos confusos y extraños meses. Lo leí por primera vez antes del confinamiento, en febrero, antes incluso de que recibiera tantos premios y loas. Hoy miro hacia atrás y me veo libre, leyendo este ensayo (de más de cuatrocientas páginas que combina de forma equilibrada sabiduría e instrucción) de una manera compulsiva, obsesiva, y por ello, exquisitamente grata y plácida. Sí, hay placer en la obsesión. Y en el aprendizaje. De hecho, he ido regresando a lo largo del año a sus páginas, a los párrafos subrayados y lo he hecho siempre de manera pausada, detenida, para volver a deleitarme en esta inmensa y hermosa oda al libro. El infinito en un junco, indiscutible fenómeno editorial del año, es una lectura apasionante, didáctica y necesaria. Un gozo absoluto. Quiero creer que es también un homenaje a todos los que crecimos enamorados de los libros y a quienes concebimos a este conjunto de hojas de papel como el más auténtico de cuantos objetos mágicos nos acompañan a lo largo de nuestra existencia. Además, fue a raíz de su lectura cuando me caí del guindo y decidí leer a mujeres que escriben maravillosamente bien. Este fue el verdadero detonante. Lamento no haberlo hecho antes.

Nuestra parte de noche, de la escritora argentina Mariana Enríquez, fue, sin duda, la lectura más impactante del año. La descubrí gracias a un programa cultural que emiten a diario en Radio Nacional. Me sorprende comprobar que esta novela, Premio Herralde en 2019, no aparece en ninguna de las listas publicadas estos días entre las mejores obras del año. Me parece incomprensible. Tampoco conozco a nadie que la haya leído aún, todo sea dicho (escrito).  Sin embargo, es una obra monumental, enorme, superlativa. Por momentos parecía que leía Sobre héroes y tumbas, la novela de otro argentino, Ernesto Sábato cuyo informe sobre ciegos ya forma parte de la historia de la literatura. El universo de Enríquez está lleno de maldad, de depravaciones, de monstruos, de cadáveres (la novela se desarrolla, mayormente, en la Argentina de la dictadura y sus fosas aberrantes). No soy lector de literatura fantástica, de terror, pero esta novela me ha dejado, de principio a fin, boquiabierto, por su intensidad narrativa y su enorme calidad. Inmensa. De verdad, háganse un favor: leanla.

Temporada de avispas, de Elisa Ferrer, otra obra premiada en 2019, me sorprendió. Mejor dicho, me encantó. Es una novela falsamente sencilla y esto, para mí, tiene un mérito enorme. Por ejemplo, la voz narradora de la historia es la de Nuria, la protagonista, y lo hace en dos tiempos, o a dos voces, en función de si habla la Nuria madura o la Nuria infantil. Y para rizar el rizo de la originalidad, esta última lo hace como si ella misma fuera otra persona. Temporada de avispas es una historia sobre dos inquietudes que nos aguijonean a todos en algún momento de nuestras vidas: saber cuál es nuestro lugar en el mundo y descubrir esos secretos indecibles que toda familia guarda. Ahí es nada.

Qué vas a hacer con el resto de tu vida, de Laura Ferrero narra también historias de familias caóticas, nucleares, donde todo gravita en torno a alguien que contamina con su energía destructiva a quienes orbitan a su alrededor (ah, la metáfora de los faros), pero donde siempre hay un poso inevitable y sorprendente de amor, ese pegamento universal y atemporal que une a las personas aparentemente incompatibles. La vida, como la realidad, es compleja. Mucho. Y esta novela lo testimonia. Laura Ferrero crea unos personajes interesantes y complejos (¡cómo no querer a Pablo!) y maneja los tiempos y los ritmos narrativos de manera sobresaliente. Además, viajar a Ibiza y a Nueva York siempre vale la pena. ¿O no?

Una mujer, de Annie Ernaux es una lectura breve pero inmensamente humana. Todos somos, queramos o no,  producto de la relación que tuvimos con nuestros padres. En este caso, la escritora francesa comienza a escribir, a recordar, a reflexionar sobre su madre cuando apenas han transcurrido unas horas tras su muerte. El relato no es ni una biografía al uso, ni un relato histórico ni tan siquiera una aparente hagiografía. Pero, siendo buena literatura, realmente, ¿qué importa? 

Casas vacías, ópera prima de la mexicana Brenda Navarro, escuece (nunca he sido valiente, por eso sigo viva), duele hasta retorcerte en el asiento mientras lees (no se puede ser humano si otro organismo succiona toda tu vitalidad), pero emociona (Daniel crecía lento pero me invadía toda). Muchísimo. Se lee en una tarde pero se tarda más de diez días en digerir. Es lo que tiene escribir (y leer) sobre la maternidad, el miedo, la culpa y la ira. Y sobre la vida y la muerte. Una historia angustiosa y espléndida a un tiempo narrada con un ritmo de metrónomo fascinante (respira, respira, respira).

Panza de burro, de la escritora tinerfeña Andrea Abreu es la sorpresa agradable del año. Una historia  entre poética y anodina narrada tal y como hablamos nosotros, los canarios, la gente del país. El manejo del dialecto y la original expresión lingüística convierten las andanzas de Isora y su mejor amiga en una historia extraordinaria que se debe leer sí o sí en todas las  aulas del archipiélago y, por añadidura,  allí donde se quiera aprender a escribir bien y de manera original. Y encima, por momentos, te hace reir.

Hay quien piensa que escribir una novela es como soplar y hacer botellas. Y no es una tarea fácil, no, sino todo lo contrario. Muy difícil. Y más aún si procedes de una disciplina académica y una práctica profesional tan alejada del estudio de la lengua, del idioma, como lo es la fisioterapia. Por eso, Hijas de la Bruma, primera novela de Coralia Quintana, merece toda mi admiración. Y mi aplauso. Mujeres rurales, paisajes cercanos y un tiempo pasado que difícilmente nos parecería mejor. Además, la historia plantea una pregunta inquietante y muy atractiva para la creación literaria (y para el lector): ¿podemos escapar de nuestra herencia familiar, de nuestro destino?

Termino mal este artículo si no les deseo a todos un muy feliz año.

 Y abundantes y prósperas lecturas.


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