La mujer renunció a mirarse al espejo. Tenía el rostro ajado, sin elasticidad. Por un instinto inexplicable prefirió verse en las reacciones ajenas, de conocidos y forasteros, de recién nacidos y de ojos invisibles que deambulaban en las paredes, en los libros y en la llama de la palmatoria.
Nada en las reacciones ajenas le evocaba su vejez. Se acostumbró a miradas desapercibidas, a olores de antaño de su cuerpo ínfimo y encorvado. Su espíritu lo sentía vibrante dentro de sí, con la misma agilidad y rapidez con la que desenvainaba el café.
Le atemorizó tener las corneas arrugadas. Palpó con la yema de sus dedos dentro del ojo, sintió un líquido viscoso y salado, con la uña intentó rascar alguna viruta de las pupilas, pero le escoció.
Por la tarde descolgó el espejo del baño. No se miró. Lo dejó en el suelo y lo cortó a trocitos, como un canapé. Tomó un cuadradito, acarició los bordes astillosos y se lo acercó a un ojo. No vio nada. Zarandeó las manos y percibió el aire en sus labios.
«La masa de este cuerpo la siento, aquí, ¿y, mis ojos? Lo demás no me importa, ¡solo quiero ver mis ojos negros!» ─dijo.
El espejo no había sido hecho para ver sombras.
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