Microrrelato. "Las acémilas"

Eulalio J. Sosa Guillén Lunes, 16 de Julio de 2018 Tiempo de lectura:

eulalionuevaAl pisar el muelle se aplacaron sus náuseas. Las fosas nasales exhalaban, aún, los vapores fétidos de la sentina del ferry. Evitó mirar el bamboleo de las embarcaciones de recreo abarloadas al pantalán. No tuvo siquiera un vago recuerdo para con sus compañeros de viaje: unos regulares que piropeaban a las europeas. No miró atrás, a la planicie del Estrecho, buscando el enclave de las míticas columnas de Hércules. Pensó que, si lo hacía, se convertiría en estatua de sal, como la mujer de Lot.

Habían transcurrido siete horas desde su llegada. Recordó la conversación con el tarambana de su primo y, el péndulo del chapiri balanceándose como el ferry. También evocó aquel grave asunto familiar, que lo llevó a Ceuta, in extremis, ante el tontaina de Fernando, un redomado empedernido. “El perita en dulce”, como lo conocían en casa, incapaz de resistir en La Bandera y cumplir con la divisa: “... con dolor y rudeza...” Fue enchufado, gracias a una bocamanga con un lucero y mando en plaza, en la Plana Mayor de Mando del inveterado Duque de Alba 2º de la Legión.

Del monte Hacho, ahora, solo se veían algunas luces. Se dirigió a la pensión desechando visitar en la mañana: La Casa de los Dragones, entre las calles Camoens con Millán Astray, o la mezquita de Sidi-Brahim: pequeño morabito blanco y verde, con cúpula regordeta, minarete rectangular coronado de almenas. Él, deseaba conocer, in situ, las caras de los rifeños, el rostro más humano de las cabilas.

Se adelantó un instante a la aurora, ayudado de los sucios reflejos de las farolas, perseguido por el aullido de los perros del polígono ceutí. Ya clareaba y se abriría el paso del Tarajal. Puerta fronteriza entre Marruecos, España y la Unión Europea. Del lado español, —puerto franco— aguardaban en la explanada, los furgones con las mercaderías: papel higiénico, ropa usada, zapatos chinos, licores... Del lado marroquí una riada de porteadoras embutidas en chilabas. A los dos extremos los cuerpos de seguridad. En retaguardia los dueños de la meteduría de aquel inhumano comercio alegal. Las mujeres “mulas” habían perdido todo individualismo, para convertirse en un eslabón de la masa grupal. Sobre sus lomos sesenta o más kilos, forrados con rafia. Empellones; arrieriles guardias..., rebencazos, escozor de las rozaduras, poco aire y una cacofonía de lastimeros quejidos. Con el temor, siempre, a ser aplastadas en una sorpresiva estampida. Esta peregrinación por quince míseros euros, en una marcha kilométrica en la mañana. La riada de jorobadas la componen: viudas, madres solteras, divorciadas y un sinfín de desempleadas analfabetas a las que Alá el misericordioso quiso pobres. De regreso, cada “mordida” de los gendarmes, resta a su peculio cuarenta céntimos de dírhams, —cara sisa la del fielato— Quinientos metros más para entregar el “hato”; no fardo, según las autoridades. Las desventuradas cobran siempre en dírhams y vuelta a empezar.

Ayudó a recarga a una joven caida que se incorporaba, Samira, del pueblo vecino de Fnideq, que vive con su padre en dos cuartuchos destartalados, con una sola entrada por donde se cuela la única luz del hogar. El agua corriente, la de la lluvia, en una gran cisterna. A distancia la choza de las cabras y unas desperdigadas gallinas, todo acotado por un seto vivo de nopales y tres cipreses que celan un cacho de tierra de siembra. Samira, no se entretuvo más y se perdió en la manada.

Entre los claros oscuros del cuarto, pensó en el regreso en ferry. En las rizas de las europeas en cubierta. En el isabelino gorro de Fernando, con su borla espasmódica. Oyó el lamento de las acémilas, y contempló por la ventana el negro cielo, espolvoreado de harina. Se recostó y reparó en los melosos ojos de la joven Samira. Ahora; quizás, a la luz de la fogata, a la puerta de los cuartuchos, bajo las mismas estrellas.


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