Era alto. Extremadamente alto. Quizás por eso siempre concibió la vida de un modo diferente, siempre contó con una perspectiva distinta.
Para él, la altura nunca fue un problema. El color claro de su piel, sí. Pero solo para algunos. Para los que creían en brujas y en maldiciones. De pequeño pensaba que afectivamente tenía una maldición que arrastraba, pegada a su epidermis, en forma de ausencia de pigmentación. Pero cuando conoció al maestro descubrió que eran los demás los que estaban malditos; malditos a creer en tradiciones sin sentido, a sentir miedo por todo.
Entonces, aprendió a jugar a baloncesto en la ciudad, a formar parte de un equipo. Y lo que fue más importante, aprendió a confiar. Se convirtió en una figura destacada del juego bajo el aro. De todos los puntos del planeta, equipos profesionales quisieron ficharlo. Pero nunca dejó su país. A pesar de todo fue el país que le vio nacer, que le vio crecer, que le daba cobijo.
Era alto. Extremadamente alto. Quizás por eso siempre tuvo otra perspectiva de la cosas y un día puso en marcha un centro de atención para niños albinos en el país africano. Algunos de sus compatriotas lo trataron de brujo. Otros simplemente vieron en a él a un hombre decidido y honorable que convirtió su diferencia en un elemento de integración.
Para los niños del centro era, simplemente, un negro albino de dos metros quince.
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