La vulgaridad del ser humano
La inconsciencia del ser humano predomina sobre la Naturaleza; es inaceptable el daño que estamos ocasionando al ecosistema, al infortunio de un clima que desarbola las previsiones de los investigadores y hace preocupar a toda la comunidad científica ante el descalabro del Planeta que estamos causando los que presumimos de raciocinio.
Sin lugar a dudas, el daño originado puede ser mortal para el futuro de una Tierra que se vence ante la debilidad originada por el maltrato continuo que le estamos infringiendo; no son suficientes los pactos, los acuerdos dialecticos que se van entre el humo de las chimeneas que lanzan monóxido al aire que respiramos, ni tampoco las sanciones impuestas por una parte de las naciones, algo más comprometidas que otras en liberar de materias venenosas los pulmones de las nuevas generaciones.
La capa de ozono se desploma sobre nuestra piel sin atisbo de cambio alguno en la manera de acondicionar el Planeta para la supervivencia del ser humano, somos conscientes de la hecatombe que puede suceder en unos años no demasiado lejanos, provocada por nuestras malas gestiones del clima, alterando la vida de los animales y las plantas, de los ríos, mares, océanos y especies que en ellos habitan y sorteamos con un protector solar el momento de un descanso que merecemos, unos días de asueto en los que apenas somos capaces de generar algo bueno arreciando en las malas artes el incivismo soterrado con el que manchamos de basuras el entorno en el que habitamos. Olvidamos la educación cívica, la de nuestros primogénitos y el indecoroso aspecto de las calles cambiándolo por unas copas en un chiringuito o una comida fuera de la rutina del año pero a pesar del derecho al descanso, podríamos regenerar las neuronas del compromiso y la vida de nuestros descendientes siendo un poco participativos y más decorosos con las maneras de actuar y con ello, colaborar en la regeneración del ecosistema.
El inmenso brasero del sol cae sobre los continentes helados, haciéndolos menos asentados en sus sólidas estructuras y desplazándolos poco a poco de su hábitat para deshacerse entre las miradas atónitas de los que nunca pensaron que esto pudiera suceder algún día. Es así, está ocurriendo apenas mediada la segunda década del siglo XXI y tiene visos de no decaer de su agonía sin un estricto cambio de vida al que estamos obligados. Denunciar a tiempo no es suficiente, ya ha pasado mucho y las cosas no han cambiado un ápice, es imprescindible el adelanto de sanciones, el quebranto de ensayos nucleares o atómicos que sueltan materias nocivas al ambiente y peor aún, son entrenamientos defensivos para causar muerte y con ello, provocan la prematura desaparición de individuos vivos.
Las olas de calor y gotas de frío salpican las estaciones de imprevisibles momentos, sacan a la luz el malestar de la Tierra; coexisten multitud de factores aleatorios, algunos fuera de la oportuna explicación científica, que corroboran la infección del Planeta y nos alertan seriamente sobre la gravedad de la situación que vivimos; nos sorprenden inundaciones, incendios, terremotos, tsunamis o epidemias que son meros integrantes, daños colaterales a la desidia humana. Y con todo ello, sigue habiendo países que quieren mantenerse alejados de las iniciativas capaces de aportar algo de sensatez y solucionar en la medida de lo posible el descenso de lanzar basura al entorno y desecho a las afueras.
Naciones que buscan en el liderazgo económico aguantar impertérritos el aumento de sus divisas, sin importarles en nada el descenso veloz en la esperanza de vida, plenamente convencidos de que ellos solos podrán hacer frente a cualquier indisposición momentánea que puedan sufrir como consecuencia del maltrato al ya escaso oxígeno que respiran los ciudadanos, dirigentes que como seres avarientos, hegemónicos de poder y orgullosos por sistema, pretenden seguir en su escalafón a cuenta del resto de los habitantes. El egoísmo sistema ´tico se apodera del menos comprometido y hace de su fuerza un escudo de escasos valores solidarios con el que aguantar todo tipo de suspicacias, tan sólo pensando en sí mismos y no en el futuro de las nuevas generaciones que vendrán a habitar la Tierra.
Estamos a la deriva, como los iceberg que recorren latitudes alejadas sin saber bien donde estrellarse o deshacerse para siempre en la inmensa profundidad de los mares. Pero también somos débiles de conciencia, incapaces de promover leyes, imponer normas que hagan desbancarse de su trono a aquellos que pretenden seguir sin hacer nada por variar las formas. Hasta que no cambie la manera de ver las cosas con una perspectiva razonable con la que forzar un cambio al revés en las aptitudes de los no beligerantes con el desfase provocado con el cambio climático, el destrozo seguirá aumentando de proporciones a pasos agigantados, los pulmones del mundo que conocemos se seguirán llenando de bazofia ajena, la tierra seguirá amasando capas de despojos venidos de las manos del insoportable hedonismo del hombre que no entiende o no quiere hacerlo y rellena de sedimentos mugrosos el hábitat que cree solo suyo y que en décadas no demasiado lejanas, no habrá materia u organismo vivo que lo aguante.
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